10 enero 2012

El hombre que volaba


Un cuento de Nathalie Moreno
3º Lugar V Concurso Cuentos “Cuéntate Algo” Biblioteca Viva 2011

Mauro andaba por la ciudad a toda velocidad en su bicicleta gris, vestido –era que no- todo de gris. Antes su madre y ahora su novia, no se cansaban de criticarle por el desdichado color de sus atuendos. A él lo traía sin cuidado la intolerancia a la tristeza de aquellas mujeres (de una de las cuales estaba pensando deshacerse seriamente. De la otra, aunque quisiera, no había cómo). Mauro cursaba el último año de su carrera, la que habría abandonado desde el primer día. Pero estaba la pensión de su padre en juego, las amenazas de la madre, los sermones del cura del colegio, el ejemplo de su hermano mayor, en fin, un tropel de gente que debía mantener a raya. Comparado con ellos, cualquier cosa era más fácil de soportar. Afortunadamente, quedaba menos de la tortura de memorizar contenidos para regurgitarlos frente al pelícano de turno. Apenas un semestre de seminario de título y la esperada práctica como diseñador que le permitiría llevarle a su madre el famoso “cartón”; aquel título profesional que con el correr de los años se había convertido en el salvoconducto de su libertad.


Era martes y Mauro estaba particularmente feliz. Le aceptaron sin problemas el proyecto de título y su profesor guía lo había recibido con café y un abrazo. Por si fuera poco, asistió a una reunión en una prestigiosa empresa para coordinar la implementación de un proyecto donde él podría hacer la práctica. La reunión había sido distendida y obtuvo la confirmación para participar en la ejecución de varias tareas. Cuando salió del edificio, se cruzó con Rainer, el cubano de dos metros que fue novio de su hermana, quien apenas lo miró. A Mauro le dio risa acordarse del primer y único intercambio con ese personaje por el que su hermana se derretía y que él, tratando de ser amistoso y quebrar el hielo instalado en el rostro de sus padres cuando fue presentado a la familia, lo había recibido con un “¡Ah, ¿Te llamas así por el gran Rainer María Rilke?” El mentado había mirado a Mauro como quien observa un pescado con orejas, luego de lo cual –y antes de darse la vuelta ofendido- sólo abrió la boca para decir “Yo no me llamo María”.

Todavía riéndose, Mauro fue hasta donde había amarrado su bicicleta y se sentó a fumar un cigarrillo. No fumaba mucho, pero había momentos como éstos en que le venía de maravilla. Sabía que el cigarrillo no ayudaba a pensar, pero a él sí. Miró la hora y se percató de que aún era temprano, por lo que alcanzaba a ir al terminal de buses a dejar la encomienda para su abuela (como todo un Caperucito, se rió). El paquete -que había armado con paciencia de monje tibetano- contenía un frasco de Nutella, esa crema de chocolate que su querida viejita disfrutaba como niña, pero que no encontraba en el escuálido almacén del pueblo donde vivía. Tres Esquinas, en rigor, no era un pueblo sino apenas y literalmente, tres esquinas. Dos caminos de tierra que se cruzan deberían formar cuatro esquinas pero, no me pregunten por qué, aquí había tres y Mauro en su adolescencia, había pasado tardes enteras intrigado por aquel misterio. Su incomprensible conducta de estarse parado mirando al infinito por horas, había desconcertado a cuanto campesino se le cruzaba (después de todo, ellos estaban habituados a convivir con lo absurdo). En el paquete que Mauro preparó, también había cuatro pares de calcetines de pura lana que sabia la harían feliz y que ella, aunque pudiera pagarlos, se negaba a comprar por considerarlos un lujo. Y lo mejor de todo, el mejor abrigo y alimento: un original libro comprado de segunda mano en el barrio de San Diego con el cual Mauro había sentido escalofríos, se había enternecido hasta la médula y se había reído a morir, curiosa combinación que sabía sería el deleite de su abuela. “La felicidad de los ogros”, esa rara novela que tenía todo lo que una buena historia necesita para ser irresistible: ternura, humor y espanto.

Mauro entregó la encomienda y satisfecha su alma, decidió que podría permitirse disfrutar de un almuerzo de verdad en alguno de los boliches del sector. Normalmente comía emparedados comprados en cualquier parte (prefería los de una peruana que se instalaba a un costado de su universidad), pero hoy tenía tiempo, y sobretodo ganas, de darse un gusto. Pidió una cazuela, que llegó hirviendo en paila de greda y rociada de cilantro fresco picado. El garzón le acercó un pocillo con pebre acompañado de tres pancitos amasados. Untó un trozo de pan en el pebre mientras los vapores de la cazuela y la fragancia del cilantro le bañaban el rostro. Qué poco se necesita para ser feliz, pensó. Acababa de terminar de comer cuando vio a lo lejos la silueta de Martina, una amiga de toda la vida de la cual estaba enamorado de toda la vida. Sonrió. Ojala se pudiera detener el tiempo, dijo en un murmullo para sí mismo y se levantó para hacerle señas.

El amor de su vida abrió los ojos inmensos así y apuró (estaba seguro) los pasos hacia él. Le sonrió (de eso no cabía duda y cualquier transeúnte podía corroborarlo) con ojos, boca y mejillas, incendiándosele la cara como si hasta antes de que él la llamara hubiera sido un globo desinflado que al oír su nombre (dicho por él quería creer, aunque no había forma de asegurarlo) se hubiera hinchado de alegría y se hubiera vuelto toda ella, pura alegría. Mauro quedó pasmado. No supo qué decir y, para cuando se le ocurrió, le preguntó cuatro veces cómo estaba. Le sudaron las manos, se le disparó el corazón. Al inclinarse para saludarla (Martina apenas le llegaba al pecho), volcó un vaso y las servilletas. Se sintió torpe, inadecuado, feo e indigno de ella. O sea -habría sentenciado su abuela de saberlo-, todo lo que siente cualquier cristiano verdaderamente enamorado. Martina, que cinco minutos antes escudriñaba el asfalto con el ceño fruncido como si buscara una joya perdida –cosa que de algún modo era cierta- ahora se reía hipando. Quince minutos transcurrieron así, brevísimos para ellos y eternos para el malhumorado garzón que barría los pedazos de vidrios entre los pies de la pareja que se reía estruendosamente vaya uno a saber de qué.

Es lo más lindo que he visto, pensó Mauro, cepillando con la mirada el pelo de Martina. Lo llevaba suelto –así lo había preferido siempre Mauro-, desordenado y tan largo, que en su delirante revoloteo, alcanzaba a hacerle cosquillas a él. Ella trataba de atrapar los mechones que bailaban excitados, pero sus manos eran tan pequeñas que resultaba inútil el intento. Sin pensarlo, Mauro alzó una de sus manos, enorme, casi del tamaño de la cabeza de ella y las serpientes rebeldes de la delicada medusa se doblegaron obedientes, dejándose atrapar. Martina aprovechó el gesto y en un rápido movimiento las sujetó con un elástico. Mauro se puso triste. Si fuera por él, habría impedido tan cruel atadura. Por un segundo se permitió soñar que llegaba el día en que liberaba ese cabello de todas sus amarras y gobernaba para siempre en esa magnífica cabellera.

Martina se quejó de su pelo. Me encantaría tenerlo como las mujeres orientales, dijo, liso y pesado como una cortina. Tu pelo es lo más lindo que he visto, se le escapó a Mauro. Y quedaron los dos como detenidos, como si no hubiera sido Mauro quien hablara, sino un tercero que les gritaba ¡Momia!, igual que cuando jugaban en el colegio y a más de la mitad de los compañeros les faltaba un diente. ¿Tenía algodón en los oídos? Claro que no. Pero entonces ¿Por qué Mauro no escuchaba nada? ¿Por qué el mundo, de un momento a otro, había decidido quedarse en silencio? Soñaba, claro que soñaba. Esto no es cierto, pensó Mauro. Esto no puede estar ocurriendo. La vida está allá, puedo verla fluyendo en el riel de al lado, de donde me corrí al tropezar con Martina. No cabe duda, ella me saca de mí. Siempre lo ha hecho.

Me tengo que ir, mintió Martina sin saber por qué. Habló su boca, no ella, traicionándola como tantas veces. Las palabras de Martina rompieron el hechizo de las momias. Si siguieran en el colegio, habrían sido salvados por ese comentario, pero ahora a los dos les dolió salvarse. Hubieran querido perder, seguir perdiendo, con tal de estar así, tan cerca, que compartían el aliento, y los ojos no se cansaban de beberse, los unos en los otros. Pero despertaron -¿o volvían a dormirse?- y se despidieron sin cruzar palabras, rozándose apenas las mejillas.

Mauro salió descompuesto del callejón donde habían quedado el restaurante y los vestigios de alegría que la aparición de Martina había coronado y al mismo tiempo, hecho desaparecer. Montó su bicicleta y comenzó a pedalear con furia como si huyera; como si fuera posible huir de los fantasmas; como si bastara encender una  lamparita en mitad de la noche para hacer desaparecer los pesados pasos que escuchaba prístinos subiendo por la escalera de su alma. Siguió pedaleando con energía. Luego se enderezó y quitó las manos del volante. Le encantaba esa sensación. Sus piernas obedientes y aplicadas, ejecutando una danza sincronizada y su cuerpo erguido oteando el horizonte. Sí, parecía un centauro. En su loca carrera trataba de aferrarse al mítico animal. Persiguiendo su imagen, pretendía apoderarse de su fuerza; de la fuerza que él tanto necesitaba en esta hora para deshacerse de los espectros y del sudor frío en la espalda que le pesaba como una mochila donde los cargara. Casi no había vehículos en la calle y la noche se dejó caer con caprichoso apuro. Mauro decidió tomar la ruta más larga hasta su casa. Cruzó por delante de la antigua cárcel y cuando casi estaba frente al bar La Piojera, lo vio.

Mauro no sabe por qué aquel viejo le inspiró ternura. Era un hombre pequeño, medio encorvado. Iba hablando solo y se reía cada cierto tiempo. Cada paso que daba lo hacía con cautela, como si buscara las piedras sobresalientes para cruzar el riachuelo que había en el campo de su padre allá en Tres Esquinas. Elevaba un pie y lo dejaba detenido en el aire, tratando de encontrar el mejor apoyo, pero tanta meditación lo desestabilizaba y terminaba cayendo bruscamente. El borracho miraba desconcertado, como un niño que aprende a caminar y no entiende por qué se viene abajo. Con gran esfuerzo logró sentarse. Se palpó los pantalones húmedos de su propia orina. Su mamá lo iba a regañar por andar de nuevo jugando en el río. Para ahorrarse el castigo que le seguiría, Fulgencio decidió quitarse los pantalones para ponerlos a secar a la orilla, encimita de esa roca de forma tan rara, parecida a un grifo.

Mauro se rió del hombre que tambaleando, trataba de bajarse los pantalones. Disminuyó el ritmo de sus pedaleos para mirarlo mejor. Después de todo, resultaba una buena distracción. Repentinamente, como si lo hubieran llamado por su nombre, Fulgencio se enderezó y se quedó contemplando a Mauro que del otro lado de la calle y de brazos cruzados, se desplazaba como flotando. La nube que habitaba en las pupilas del anciano no le permitió ver la bicicleta sobre la que iba Mauro. Sólo veía a un hombre que era todo lo que él había deseado en la vida: un hombre que volaba. El borracho empezó a aplaudir y a reírse apuntando a Mauro. ¡Está volando, está volando! Gritaba como si quisiera que el mundo despertara y viera lo que sus cenicientos ojos celebraban: un hombre cruzando la avenida moviendo las piernas en el aire. ¡Yo también sé volar! ¡Yo también sé volar! decía, mientras daba tumbos y aleteaba torpemente. A Mauro el terror le erizó la piel. Aguantó la respiración, sobrecogido frente a ese anciano con los pantalones abajo que dejaba las consumidas piernas a la vista; piernas macilentas, violáceas, de huesos chuecos que revelaban ser los precarios sobrevivientes de una cruel enfermedad (Mauro no se equivocaba: Fulgencio había padecido la temprana dentellada de la poliomielitis; hiena cruel que Fulgencio, aun a sus avanzados años, todavía escuchaba reírse cada cierto tiempo). Sin pretenderlo, ese viejo que agitaba sus brazos de arriba a abajo, cayéndose y volviéndose a parar, fracturaba a Mauro en lo más profundo de su ser. El doloroso destello le pareció una mano que con violencia volvía de revés la realidad y dejaba en carne viva las heridas de ese tejido; las huellas donde los puntos perdidos habían sido enmascarados con una costura. Ese anciano era una costura. Ese anciano borracho intentando volar era la encarnación de un grosero zurcido; la burda sutura de una vida que no había sido. A Fulgencio se le desgarraba la garganta a cada grito y no cejaba en el absurdo afán de remontar vuelo. Para cuando logró pararse de la enésima caída, se iluminó. “No se me puede ir, no se me puede ir” empezó a decir una y otra vez para animar su cuerpo que comenzaba a flaquear y emprender una carrera para abrazar a Mauro que no creyó lo que veía: un borracho descontrolado que de brazos abiertos, se abalanzaba sobre él.

El choque sonó como el de un huevo contra el piso. Mauro, salvo una leve magulladura, salió ileso. El anciano, cascarita frágil, sangraba profusamente. Temblando de pies a cabeza, Mauro se acercó. Imbécil, imbécil, le gritaba al borracho agarrándolo de la solapa. El anciano abrió los ojos con las sacudidas y sonrió. Yo lo vi volar, murmuraba incansable la lengua torpe que trataba de abrirse camino entre borbotones de sangre. Mauro, intentó levantarlo, mientras Fulgencio luchaba con ese río que amenazaba con llevárselo. Pero fue inútil. Más que hombre, Fulgencio parecía una gaviota herida que hubiera perdido su mar y agonizara empantanada. “Después de la Carmencita, usté es lo más lindo que he visto”, fue lo último que alcanzó a entender Mauro antes que la voz se ahogara, arrastrada por la corriente.

Dos días más tarde, la abuela de Mauro recibió el aviso de que le había llegado una encomienda. Se arregló como si fuera su cumpleaños y canturreando salió de su casa. Caminó un buen trecho a paso vigoroso, ansiosa de alcanzar cuanto antes la vía principal donde pasaba la micro que la llevaría hasta Chillán. Al llegar a la ciudad aun no se apagaban sus jadeos, pero no le importó. Pasó al terminal de buses y retiró el paquete que le había enviado su nieto. Con el regalo bajo el brazo, fue al mercado. Compró aceite, harina de avellanas, La Discusión – periódico local- y El Mercurio de Santiago, el que en realidad no leía: sólo paseaba los ojos por las fotografías como frente a un álbum de laminitas, pues mirando lo que su nieto miraría, sentía que lo tenía más cerca. Entonces vio la noticia.

El que le tiraba las trenzas si se descuidaba, el que le dejaba en su banco de la escuela medio pan con chicharrones, el que se peleaba por ella hasta que invariablemente terminaban rompiéndole la cara, el que nunca se atrevió a hablarle, el que en los recreos jugaba solo, emprendiendo carreras bizarras mientras agitaba los brazos queriendo volar (¿por qué Dios no lo había hecho pájaro?), el que día por medio llegaba con los pantalones mojados y se burlaban de él diciéndole que se había orinado, ese a quien el frío había vuelto viejo a los nueve años, dejándole costras en las mejillas y manos ajadas que a veces sangraban, el que después de la muerte del padre nunca más volvió a la escuela y lo veía a lo lejos acarrear ovejas, el que sólo una sola vez había visto llorar cuando la profesora le puso un siete en su cuaderno y les dijo a todos que deberían ser como él, y él se desplomó como chincolito, herido por aquella caricia intolerable en su cuerpo acostumbrado a los golpes. Ese Fulgencio Rivas Rivas había muerto tirado en la calle.

Tomado del blog de Nathalie: Cuentos de Nathalie

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